Una Navidad diferente ( Concurso ZendaLibros ) by Max Musimessi

Compartimos el cuento de Max, que envió al concurso de Zenda libros. ¡Le deseamos mucha suerte!
Gracias por compartirlo para que lo colguemos aca en el blog :)
 
                                              Créditos de la imagen: Bitexion -Pixabay (c)

 

Siempre miré la Navidad medio de reojo, con cierto escepticismo. Soy un gran consumidor de películas, y en un momento noté que mi Navidad era muy diferente a las que veía en pantalla.

En primer lugar, acá hace calor. MUCHO calor. Todas las películas retratan un ambiente invernal, con copos de nieves cayendo al ritmo de cascabeles. Es más, en la mayoría de ellas no nieva en los días previos (aunque sí está todo cubierto de nieve), pero la mañana del 25 de diciembre mágicamente presenta precipitaciones, y eso es el símbolo de que la Navidad ha llegado. Un niño se levanta de su cama, abre la ventana y ve la nieve caer, por lo que se abriga y sale corriendo a la calle al grito de “¡Ya es Navidad!”. Yo de chico me levantaba un veinticinco, abría la ventana y el sol me quemaba las retinas, si llegaba a salir tenía que hacerlo con protector solar factor ochenta para no achicharrarme.

Lo anterior también me lleva a comparar otra cosa: el indicio de que ya es Navidad. Acá nos damos cuenta porque Crónica TV te pone una cuenta regresiva hasta las doce de la noche y porque a esa hora empiezan a tronar todos los fuegos artificiales, los perros aúllan, los niños chiquitos lloran asustados. Acá no cenamos a las seis para irnos a dormir y a la mañana siguiente encontrar los regalos en el árbol. No, señor. Acá cenamos a las diez de la noche una veintena de familiares debajo de un ventilador, a las doce brindamos y buscamos una excusa para salir al patio (la de los fuegos artificiales puede ser válida) para que algún tío se meta a hurtadillas al cuarto donde previamente se han escondido los regalos y llevarlos hasta el árbol. Cuando todos entramos descubrimos los paquetes en su sitio y alguien dice “¡Uy, ya vino Papá Noel y no lo vimos!”. Y claro, si me obligaste a salir para ver algo que me asusta cuando yo claramente quería agarrarlo in fraganti.

Papá Noel, otra diferencia. Acá no tenemos chimeneas, ¿cómo entra? La respuesta más sencilla es “magia”. Al parecer acá el tipo aparece y desaparece, se teletransporta. Y en ese caso, ¿para qué necesitaría el trineo y los renos? Y además ese traje, por Dios. Allá en el norte puede ser que le haga falta para abrigarse, ¿pero acá? El pobre viejo se debe morir de calor, cada vez que pasa por estos pagos adelgaza treinta kilos, si no es que se deshidrata antes.

En fin, a las doce brindamos, vemos los fuegos artificiales, abrimos los regalos y… bebemos. Sí, de repente la celebración del nacimiento de un ícono religioso pasa a ser excusa para que aparezca un gordo que trae regalos y, luego, fiesta. Música al palo, mucho alcohol, algunas cosas dulces para acolchonar y baile hasta las cuatro o cinco de la madrugada. Y acá empieza el peligro, las lenguas se aflojan, abundan discusiones y todo termina para el diablo.

Como verán, acá la Navidad no se parece en nada a la de las películas. Eso sí, éstas han logrado que veamos la obligación de reunirse en familia, no importa si a las horas ya están todos peleados, tiene que ser así. Y ni hablar de otros pormenores fílmicos, como los villancicos, el muérdago para los besos, ¡las historias de amor! Hay setecientas veintiocho mil películas románticas de Navidad, y ni una de esas tiene una historia similar a alguna que yo haya vivido con alguien. De hecho, hasta me han dejado en Navidad.

El año pasado en época navideña estaba viendo Mi Pobre Angelito 2, y tuve una epifanía cuando llegué a la parte en que Kevin se para frente a un gran árbol en el Centro Rockefeller y pide un deseo, lo cual también lo he visto en otras películas. El deseo de Navidad. Así que, en Nochebuena, cuando se hicieron las doce, pedí ser yo quien mueva los regalos al árbol mientras todo el mundo salía al patio, de modo que cuando estuve ahí cerré los ojos bien fuerte y pedí mi deseo: No volver a tener una Navidad como las de siempre. No confiaba tanto en que se cumpla, pues lo que sucede en las películas nunca lo hace en la vida real. Pero ya estaba cansado de la obligación de juntarme con mi familia, soportar al tío Roberto peleando borracho, a la prima Elsa contando sus chismes, a la tía Raquel queriendo besar a todo el mundo con su boca bigotuda, a la abuela preguntando por mi vida amorosa o laboral.

Al igual que Kevin, me sorprendió la rapidez con la que se empezó a hacer realidad el deseo. En marzo ya estábamos todos aislados. Yo contento, solo en mi monoambiente sin nadie que moleste. Igual no creía que se prolongara hasta fin de año, seguía desconfiando de Hollywood. Pero los meses pasaban, el bicho no se iba, la vacuna no llegaba y yo empezaba a extrañar. Como el joven McAllister en la primera película, cuando cree que hizo desaparecer a todos, también comencé a pensar que se me fue la mano con el pedido.

Llegó la Navidad y fue diferente a las anteriores. No es exactamente lo que tenía pensado, pero no había familia pesada, ni tíos borrachos, ni primas chismosas. Y, la verdad, algo me faltaba.

Cuando mis padres se comunicaron conmigo por videollamada, lo primero que hice fue pedirles que me enfoquen su árbol (porque yo en el departamento no tengo). No les voy a decir lo que deseé, por las dudas de que no se cumpla.



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