Trabas y libertades Escribe: Max mussimesi

 


Dejo caer las valijas al piso y el ruido que hacen denota el peso que traen encima. Es como si estuviesen tan cansadas como yo. Me gustaría preguntarles si también para ellas ese trajín es directamente proporcional a la satisfacción que sienten luego de esta gira que acaba de terminar. El estuche de la guitarra tiene una marca en uno de sus costados, pero sé que me mira con una sonrisa cómplice como diciendo “valió la pena”.

No necesito grandes hoteles, estadios repletos, firmar mil autógrafos. Soy feliz cantando para veinte, cien, dos personas, no me importa si toco en un restaurante mientras le dan más pelota al guiso de lentejas recién llegado a la mesa, calentito, que a mí. Pero cuando me pasa como en San José de los Milagros, donde una persona canta mis letras en sincronía conmigo, el pecho me explota de alegría.

Como puedo meto la mano en el bolsillo para buscar las llaves, lo cual debería ser fácil al tener menos monedas que con las que salí de casa hace cuatro meses. Detecto las cosquillas de los pelitos de goma del llavero y las saco, abro la puerta y le hago señas a Sofía que todavía está en el auto. Mientras entro le tiro un beso, ella me lo devuelve y acelera. La veo irse levantando tierra y me río al acordarme cómo tuvimos que escaparnos quemando caucho de aquella escuela religiosa luego de tocar “Qué sádico es el barba”; ¡casi le destrozan el Duna con los adoquines que nos tiraban!

Ni bien entro, lo primero que hago es tirar los bártulos en el primer rincón que veo y ya me voy desvistiendo camino al baño, dejando prendas por el camino. Esa ducha se hizo esperar por días. Cuando el agua empieza a darme en la cara se me viene a la cabeza la noche en la que con les chiques decidimos parar en un camping al lado del río y se largó a llover. La gente desarmaba todo a las apuradas y buscaba refugio, al mismo tiempo que entre risas y consternación veían como sacábamos la criolla para zapar bajo un diluvio.

Pongo la pava al fuego y mientras se calienta acomodo un poco mis cosas. Preparo el mate y salgo por la puerta de atrás. Hay que cambiar este mosquitero que ya no se sostiene. Me encanta sentarme en ese banquito hecho con un tronco viejo mientras veo cómo el sol se esconde allá a lo lejos, atrás de los árboles que apenas se distinguen cruzando todo el campo verde. Uno de los tantos perros, ya no sé cuál, se acerca para recibirme. Le hago unas caricias y escucho ruidos en el galpón. Voy para allá.

    Llegaste. — me dice Martín cuando entro a esta especie de carpintería. — Le dije a Goofy que te fuera a buscar.

    Recién. Pinchamos una goma con Sofi en la 5, en medio de la nada.

    Pelo mojado… ¿Cuántos días?

    Cuatro. — le contesto riéndome.

Él está dándole los últimos retoques al bote que comenzó a construir unos días antes de que me fuera.

    ¿Y? ¿Qué te parece? Pensaba dejarte unos días para que descanses y aprovechar para darle las últimas manos de laca, después nos vamos a algún lago a estrenarlo.

    Si dura lo mismo que el mosquitero, nos hundimos en un par de horas. — le contesto para mojarle la oreja.

Él me tira un trapo sucio y se ríe. Se acerca y me da un abrazo. Todo el cansancio se me va del cuerpo y me inunda una sensación cálida. Cierro los ojos para darle paso a mis otros sentidos, escucho como me dice que me extrañó, siento en su piel un olor a laca, madera y diluyente, su barba de dos días me raspa el cuello, todo empieza a dar vueltas, me mareo. ¿Qué pasa? Con mucho esfuerzo empiezo a abrir los ojos y una luz blanca, intensa, me destroza las pupilas. Se me parte la cabeza y siento náuseas. Trato de llevarme una mano a la cara para refregarme, pero siento que está enganchada a unos tubos, siento un pinchazo en la mano. “Pará, calmate” pienso.

En cuanto empiezo a recobrar los sentidos, me doy cuenta de que estoy acostado. Abro los ojos muy lentamente. Al principio veo todo medio borroso, después comienzo a distinguir unas sábanas blancas, mi mano derecha conectada a una vía, azulejos, olor a desinfectante, un dolor terrible en la cabeza. Miro a mi derecha y la veo a Julia con Santi en brazos. Me doy cuenta por su cara que no durmió en mucho tiempo e incluso estuvo llorando.

    Dale un beso a papá. — le dice a Santi mientras me lo acerca.

Quiero hablar, pero no puedo. De alguna manera me hago entender para intentar averiguar qué pasó.

    Hace unos días, no sé qué hicieron, qué movieron, pero unos tablones que estaban en el entrepiso se les cayeron encima. — me dice Roberto que aparece a mi izquierda, como tratando de adelantarse. — Igual no te preocupes, son cosas que pasan. Ya hablé con la ART, está todo arreglado. Lo importante ahora es que estás bien. Y olvidate del laburo, vos volvés al aserradero cuando estés pleno.

No entiendo nada. Todo es muy confuso. Lo único que se me viene a la mente son dos palabras, que luego de mucho esfuerzo logro pronunciar con una voz muy débil.

    ¿Y Martín?





Max Musimessi

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