Disfraces cotidianos - Escribe Max Musimessi

 

 

 

El delantal blanco de un médico. El overol de un mecánico. El pintorcito de un infante. El traje de empanada de un joven adulto. La sonrisa de un depresivo. La amabilidad de un psicópata. Construcciones diarias de un personaje que no somos.

La transparencia se opaca ante la inconveniencia de manifestar el verdadero ser. Cada cual tiene su propio muro construido. En algunos casos será pequeño como el pilar del frente de una casa, otros más grandes que la Gran Muralla China. En medio, un sinfín de modelos.

¿Quién se dejaría realizar una cirugía por alguien que hace chistes de culos? ¿Qué docente sería tomado en serio si manifiesta su predilección por las drogas y el alcohol? ¿Qué éxito puede tener alguien que demuestra su abismal inseguridad con cada paso que da?

Todes somos guionistas en potencia. Mentimos ni bien ponemos un pie fuera del hogar. O peor, fuera de nuestra mente. No necesariamente con malas intenciones, a veces sólo como autodefensa. Revelar la verdadera autopercepción puede ser tan pudoroso como salir a la calle sin ropas, aunque siempre hay exhibicionistas, gente degenerada que dice todo lo que piensa.

Digo esto y me veo a los doce años con una remera de Kiss sin saber quién era Paul Stanley. Abro Instagram y veo fotos que desbordan felicidad de quien me llamó llorando hace cinco minutos. Estoy en una cena familiar y veo a mi cuñado haciendo de gran anfitrión. “¿Necesita algo más? ¿Está cómoda?” le pregunta a mi madre y recuerdo cuando encolerizado una vez le escupió un epíteto irreproducible seguido de “Estoy podrido de vos y tu familia de mierda”. Veo las marcas en la piel de mi hermana y recuerdo cómo tuve que separar de un cachetazo los dientes de su pareja de su brazo. Me veo a mí mismo sentado acá, disfrazado de alguien que ignora todo eso.

Y porque estoy harto de todo esto ya no salgo, ni a la calle ni de mi cabeza. Porque sufro la ciclotimia de no soportar más los disfraces, propios y ajenos, pero tampoco me gustaría que todes estemos todo el tiempo desnudes.

Pero como siempre me ando contradiciendo, ahora me disfracé de escritor, y a esta confesión berreta la disfracé de reflexión elocuente. El mundo es un corso perpetuo.

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